De
algún rincón de mi mente, en medio de la noche, surgió de pronto,
aquella vez en que llevé a mi hijo a un cumpleaños de parques. Me
refiero a esas fiestas al aire libre con perros calientes, cotufas,
cornetas estridentes y payasos. Allá, bajo aquel árbol frondoso,
estaba un muchacho todo risas, vestido cual saltimbanquis. A su lado,
una joven pintaba caritas y otra sentada a su lado, dominaba
perfectamente el arte de hacer animales enlazando globos de colores:
una fiesta para niños a todo dar.
Día
de algarabías floreciendo en todas partes, el saltimbanquis que te
nombro, hacía también de cuentacuentos y así, frente al público
infantil, se lanzó con su relato: "Caminaba por una vereda
completamente verde. Las casas eran también muy verdes. En el cielo
danzaban nubes verdes y hasta el sol era verde. La gente, las farolas
y los carros, ¿de qué color eran? díganme ustedes, niñitos:
-Eran
veeeeerdesssss, responden todos a una, burbujeantes entre risas.
-
¡Muy bien! ¡Muy bien!. De pronto, -prosigue-, me detiene un policía
con su uniforme verde y su sombrero verde que me dice entre palabras
muy verdes: No puedes entrar a este cuento.
-¿Pero,
por qué, si todo es tan hermosamente verde?
-Mírate...
-Y
allí estaba yo, niñitos, vestido de azul, con mis zapatos azules,
mis manos azules, mi cabellera azul y sonriendo entre azules, le
respondo:
-¡Perdón,
señor policía, es que me equivoqué de cuento!
Fin
de la historia. Qué chévere.
Todo
mundo celebró entre aplausos, el bonito relato.Todos, menos Víctor,
mi hijo. Como mucho, asomaría una sonrisa de medio ganchete para no
desentonar y lo peor, después, a un perro caliente sólo le metió
un mordisco. Eso sí estaba muy raro.
Ya
de regreso al carro, y a través del denso matorral de risas, Víctor
va amasando la que considero que fue la primera angustia de su vida:
-
Papi, ese cuento no sirve. No quisiera estar en un pueblo de verdes
donde el único azul sea yo.
Escuchar
esa declaración de un pichurro de seis años, te digo que
desconcierta.
Traté
de explicarle en palabras simples, que en determinados momentos de su
vida podría suceder que se sintiera igual que el niño de azules.
Que entendiera que a veces la gente no logra ver más allá de sus
narices y que en resumidas cuentas...
-Papi,
tengo hambre. Cómprame un perro con todo, como los tuyos.
Esa
interrupción me salvó la vida, o lo salvó a él de una larga
perorata. Es que no sabía cómo explicarle toda la vaina
metafilosófica que entraña el simple hecho de vivir:
-Okey,
es una fiesta y son gratis, voy por uno pa'cada uno y nos sentamos en
aquella banca tranquilitos... pero a ti no te gusta la cebolla. Te
pica, ¿recuerdas?.
-Ya
soy grande, responde concluyente.
A
estas alturas, me sentía tan orgulloso como el Rey León parado
junto a Simba en cualquier aprisco, así tipo: Hijo, algún día
gobernarás estas tierras...
De
modo que nos sentamos con dos perros calientes -con todo- y dos
kolitas.
Allá
el santimbanquis, repartiendo golosinas entre los demás niños, y
aquí yo a punto de sostener una de las conversaciones más profundas
de mi vida:
Papi:
- ¿Cuando eras niño existían los payasos?
Iba
entendiendo que acaso mi hijo creía que de muchachito mi casa era
alguna cueva rupestre y que para vivir, tenía que alcanzarle a mi
padre un tarro lleno de onoto con el que pintaría en las paredes
jirafas y cunaguaros:
-Pues
sí, se llamaban Gaby, Fofó y Miliki. ¿Qué tal la cebolla?,
pregunto intentando deslizar un cambio sinuoso en el discurso:
-Pica
un poquito, pero no importa. Papá, ¿tú fuiste un niño verde o un
niño azul?
-
Muchas veces me tocó ser azul y algunas otras, verde. Pero, siendo
verde, nunca le negué a ningún niño azul que jugara con nosotros.
-Sí.
El otro día en la escuela, se metían con una niña muy flaquita y
yo la defendí. Después fue mi novia.
-
Eso está muy bien. No sabía que tuvieses ya una novia...
-Me
gustan las Payasitas Ni Fú, Ni Fá.
-
A mí también, hijo. A mi también.
-
¿Cuál?
-
Poniéndome morisquetero, le canté: ¡Unpocoloco! ¡Unpocoloco!
-Papi,
esa nooo...la otra payasa, valeee.
-Ajá.
Bueno, está bien.
Luego,
en el carro, le di inicio a mi famosa monserga sobre los derechos de
las minorías, y poniendo el acento en que tener un punto de vista
distinto o ser diferente al resto, era algo muy natural y que el pato
y la guacharaca y que Martin Luther King y tal...pero mi hijo hace
rato que dormía en el asiento de atrás.
Volviendo
a esta madrugada del 5 de diciembre de 2020, lo veo otra vez rendido
en el carro después de aquella fiestica. Pienso que mi hijo me
enseñó a ser mejor persona a partir de ese día, lo cual es mucho
decir si consideras que provengo de un mundo antiguo y campirano en
el que clavarle su coñazo al que te tocara el rostro -o por
casualidad el culo- formaba parte fundamental del pensum de la vida.
Hoy
en día mi hijo es un señor abogado. Decidió seguir mis pasos, que
llaman, aunque intenté disuadirlo muchas veces. Cuando conoces las
leyes venezolanas y ves que todas se arrodillan graciosamente ante el
tirano, ni te cuento la indignación que eso concita.
Ayer
pasé a saludarlo por su oficina para invitarle un café. Caminando
por la selva de concreto, vemos que por la avenida viene un camión
de plataforma pintado de rojo, con sendas cornetas y un carajo encima
cual reina de carnaval quien junto a dos ayudantes llamaba a votar
por el Psuv para ayudar a Maduro:
-
Mira papá: Gaby, Fofó y Miliki...pero qué bolas tienen estos
tipos.
-
Sí vale, igualito. ¿Cómo está tu mamá? (Otra vez deslizo un
cambio, tú sabes).
-Bien,
bien. Papá, estas pseudo elecciones son igualitas a aquel cuento
verde. Los partidos podrán ser variopintos, pero son la misma vaina.
Los azules somos más y sin embargo, todo se reduce a controlarnos
por la fuerza.
Y
por ahí se espepitó Víctor. Fue como escucharme a mí mismo.
-Vente
-le digo-. Vamos por unos perros calientes. Tenemos que comer para
vivir.
-
Y votar para poder comer, dijo el coñoesumadre aquel, responde el
chamo.
Cuando
tienes un hijo y resulta que con el tiempo se vuelve más sabio y
reflexivo que tú, el mandao está hecho. Así que en plena calle,
sin pararle bolas y delante de un perrero extrañado, comienzo con
aquello de: Es el ciclooooo, el cicloooo sin finnnnnm:
-Viejo,
ya vale, que estamos en la calle.
-No
seas tú tan pendejo. A mi no me mandes a callar... Hakuna Matata, es
mi forma de ser.
-
Tú no cambias padre mío, me dice entre risas. Señor, por favor,
dos perros con todo.